sábado, 22 de diciembre de 2007

La sociedad bipolar. 18

Las revoluciones marxistas no son, en ningún caso, los resultados de la evolución del capitalismo previstos por Marx sino el triunfo por la fuerza de grupos organizados sobre los de menor organización como ocurre de modo general sin que el capitalismo o la ideología o discurso socialistas sean algo más que circunstancias. No son sino el triunfo de una política antidemocrática. Y tampoco son un paso adelante en el proceso de progreso económico y social sino, en el mejor de los casos, un frenazo, seguido frecuentemente de una marcha atrás. Significan, en el conjunto de las relaciones de relaciones sociales, y no sólo en las económicas, un intento de monopolio del poder por parte de los organizadores de los grupos marxistas y con el mismo resultado que todo monopolio cuando consiguen sus fines.

El conflicto es el estado natural de toda sociedad pues los intereses de los individuos o de los grupos que forman no son idénticos sino esencialmente distintos, hasta poder llegar a ser opuestos, al menos en algunos aspectos, y sólo pueden coincidir en los fines por la colaboración. El que vende un producto tratará de conseguir el máximo a cambio y el que lo compra tratará de dar el mínimo, pero eso sólo funciona en la medida en que el que vende crea provechoso continuar vendiendo o el que compra, comprando y que eso permita un mercado con agentes especializados. O dos que vendan el mismo producto tratarán de competir entre ellos con el límite de que les resulte rentable seguir produciendo, o tratarán de pactar sus precios en contra de los intereses de comprador, con el límite de que éste desee seguir comprando. Pero, en la medida en que los individuos que participan en la economía sean libres, los valores relativos de los bienes y productos alcanzarán el equilibrio que más convenga a todos pues el que se sienta poco pagado dejará de producir o vender o producirá o venderá otra cosa, y la distorsión más grave en un mercado es que los que participan en él no sean libres porque en ese caso los precios no reflejarán ni las necesidades de los individuos ni los costes ni el valor de los avances técnicos y, por tanto, no se producirá lo necesario o en cantidades adecuadas y no se tratará de innovar si no resulta rentable.

Pues bien, si la sociedad es un conjunto de individuos que intercambian su ayuda para vivir mejor que en solitario, podremos suponer que lo que cada uno aporta tiene un valor en la medida en que crea algo que antes no existía. Es decir, con su ayuda y participación se alcanza algo imposible sin ellas y esto es el valor de su ayuda y su participación. Y, del mismo modo que en un mercado de bienes y servicios, podemos suponer que el intercambio libre de aportaciones a la sociedad tendrá como resultado un mayor conjunto de realizaciones sociales en cuanto que cada agente verá que obtiene mejores resultados para sí mismo cuando entra en colaboración con otros. Esto, por sí mismo, es suficiente para que cada individuo vea provecho en colaborar, independientemente de que conozca el funcionamiento y los resultados en conjunto de la sociedad. Si además añadimos el efecto que explica el Juego del Ultimatum que mencionaba antes, tenemos que un individuo colaborará hasta donde vea que su esfuerzo revierte de manera suficiente en su propio beneficio. Por el contrario, si sus aportaciones benefician a alguien que no le devuelve en alguna forma lo que gana, tratará de subir su precio o dejará de estar interesado en colaborar.

Ese conjunto de conflictos que surgen de la diferencia entre lo que cada uno cree que aporta su colaboración en la sociedad y lo que cree que le revierte de tal colaboración estará bien gestionado en cuanto que la sociedad alcance un máximo posible en unas circunstancias dadas como conjunto de satisfacciones individuales y de logros valiosos en sí mismos. Si la forma de gestión de los conflictos destruye bienestar y resultados con respecto a otra forma, es obvio que su valor es negativo pues se ganaría con la otra forma. Y parece que la mejor gestión de los conflictos debe incluir la satisfacción individual de algunos deseos de mejorar con respecto a la situación de no cooperación, como la seguridad de la vida, para disfrutar lo que cada uno consigue o para decidir lo que mejor le conviene, que cada uno cree que debe ser mayor en sociedad que en aislamiento. Cuando ni la vida ni la propiedad de lo que logra ni la capacidad para decidir están más protegidas en sociedad, el individuo ve que la relación social le perjudica y trata de liberarse, no colaborar o hacerlo tan poco como pueda y es evidente que en este caso, aportando lo mínimo o tratando de romper los lazos sociales, los resultados van a ser escasos y el valor de la sociedad mínimo.

Los cambios sociales, violentos y drásticos o negociados y graduales, son intentos de reequilibrar unos valores relativos de unos papeles sociales que quienes protagonizan el cambio consideran que les perjudican. Son, como cualquier negociación sobre valores relativos, intentos de recibir más donde se cree que se recibe demasiado poco por lo que se aporta. No creo que nadie pueda encontrar un método objetivo e indiscutible para evaluar lo que cada uno aporta a unos resultados globales salvo compararlos incluyendo y excluyendo esa aportación, y si el deseo de Marx con su teoría del valor fue eliminar la situación en que unos se benefician del sistema de producción o del sistema político a costa de otros está claro que no lo consiguió. Nos encontramos, una vez más, ante un mercado de oferta y demanda en el que unos aportan compromisos personales que suponen obligaciones, es decir, recorte de su libertad propia y absoluta en favor de los demás, a cambio de los compromisos, obligaciones y restricciones de libertad de éstos en favor de los primeros.

Un sistema democrático es el que se basa en la capacidad de cada individuo para ofrecer libremente su colaboración y pedir colaboración a cambio sin más restricciones que las de no actuar o situarse de tal manera que no permita a otros individuos actuar o situarse de igual forma. La base es, por tanto, no excluir a ningún individuo dado que la opción de vivir en solitario no se puede dar en la realidad. Se puede dar de hecho esa exclusión pero el sistema no será democrático lo cual, más que importar como definición, importa en sus consecuencias pues los que se sientan perjudicados y ligados a la fuerza a relaciones que van contra sus intereses, tratarán de romperlas, como decía antes. Está claro, por lo tanto, que si hay grupos que creen que se sienten perjudicados en un estado de cosas en el que su aportación a la sociedad no les beneficia, tratarán de cambiarlo y esto forma parte de la lógica del sistema con el límite de que el sistema no se rompa.

La evolución democrática de las sociedades modernas tenderá a continuas renegociaciones del papel de cada clase de agentes y de lo que obtienen con su participación pues el total de prosperidad, de seguridad y de libertad se repartirá según unas relaciones de valor dadas por las circunstancias de oferta y demanda. Los valores extremos podemos verlos claramente cuando un grupo organizado políticamente se apropia del poder y excluye a los otros. En ese caso, los excluidos salen perjudicados con respecto a vivir en libertad y tenderán a romper las relaciones sociales de derechos y obligaciones recíprocos.

Las revoluciones marxistas surgieron de la idea de que una clase dominante se apropiaba de la riqueza y la libertad de los demás y que el efecto de esto y el fin que debía buscar quien se sintiera perjudicado era excluir a esa clase del poder económico y político que primero había robado a la mayoría. Pero, aún si el caso hubiera sido ése, habría habido dos caminos: abrir el poder político y económico a la mayoría rompiendo el monopolio de la clase propietaria o crear un nuevo monopolio de poderes. Y mientras que la filosofía liberal e individualista fue siempre la de romper el monopolio de los reyes y los nobles, poderosos por nacimiento, y abrirlo a todo individuo por igual, la marxista y colectivista tendía a crear un contrapoder tan monopolizador como el anterior como única vía para oponérsele y organizado de forma cerrada subordinando a cada individuo a un mando centralizado que dirigiese el proceso. Es decir, lo mismo en un sentido político que en el rechazo marxista de que el valor de los bienes y servicios venga dado por la iniciativa libre individual y la capacidad de negociación en función del valor de lo que se aporta y de las necesidades de ello.

El rechazo marxista de que la mejor organización de la economía y su mayor productividad vengan dadas por la concurrencia de agentes libres, con el pretexto de que unos roban a los otros, se extiende a un rechazo de la libertad de actuar políticamente con el pretexto de que unos oprimen a los otros. Se centraliza así el mercado y la administración de los asuntos políticos y se ponen en manos de individuos y grupos que, paradójicamente, se consideran como fuera de toda restricción. Si, obviamente, los marxistas definen el valor como trabajo, no hay necesidad de mercado libre sino que el valor meramente debe ser calculado. Y si la organización política no viene definida por la concurrencia de los derechos y obligaciones individuales sino por una ideología a la que se atribuye el título de ciencia, no hay necesidad de decisiones democráticas sino que unos meros administradores de la ciencia calculan las que son convenientes o necesarias pues cualquier otra irá en daño de la colectividad. Según los marxistas, los administradores no se apropian ni oprimen porque hacen lo único que es científicamente posible porque es lo mejor. Sin embargo, es fácil ver que ese sistema lleva en sí mismo la causa de su desastre, cosa que los marxistas veían en los otros pero no en el suyo.



« anterior

siguiente »

No hay comentarios: