martes, 30 de octubre de 2007

La sociedad bipolar. 6

Quizá siempre se pueda reprochar que también el arma del liberalismo fue la guerra pues los Estados Unidos nacen tras una guerra anticolonial contra las tropas reales y la República francesa tras el paso del rey y su familia por la guillotina, la muerte de muchas personas inocentes y la destrucción de gran cantidad de bienes culturales. Y la justificación de que era una violencia de respuesta a la del rey y sus tropas podrá igualmente ser usada por quienes traten de usar la violencia para implantar el socialismo de línea marxista. Queda para la Historia si la muerte del rey de Francia no fue un acto despótico y si ese rey habría dado mejor trato a sus súbditos rebeldes en caso de haber ganado la guerra, como nuestro Carlos I, que no dudó en matar a los comuneros. Pero si se ofrece la alternativa entre violencia y acuerdo democrático cabe señalar que aparte de ser moralmente preferible el acuerdo, la violencia no deja de tener sus consecuencias inesperadas.

Así, el despotismo de la minoría de jacobinos termina con la muerte de Robespierre, quizá porque los propios jacobinos, no tan virtuosos como su dirigente, podrían haber pasado por la hoja también. Y el periodo llamado “el terror” es un avance a escala de lo que las dictaduras marxistas hicieron luego. Da también que pensar cómo es un militar republicano, Napoleón, quien se nombra emperador y es coronado por el Papa, así como las guerras a las que Francia se vio condenada y condenó a los demás países dando lugar quizá a un juego de acciones y reacciones que acabó en la segunda guerra mundial. Pues no sólo la violencia es reprobable moralmente sino que nos lleva casi con seguridad donde nunca quisimos ir.

Lo que hoy se llama izquierda es el socialismo pero, por excelencia, el socialismo marxista. Podemos y debemos analizar en dos partes a esa izquierda por mucho que marxistas y no marxistas hayan entretejido sus destinos bastantes veces y de formas sorprendentes. La diferencia radical es una teoría que lleva a una dictadura en nombre de la clase obrera y a las consecuencias de tal régimen. El socialismo, si tratamos de ser exactos, es la ideología que, entre los dos polos, libertad y cohesión social, opta por favorecer la cohesión social por medio de la igualdad y el intervencionismo estatal incluso a precio de rebajar la libertad. Y esto puede ser hecho por medios democráticos, por lo que el marxismo es sólo responsable de su línea y no de todo el socialismo.

El liberalismo, por su parte, trata de favorecer la libertad incluso a riesgo de deteriorar la igualdad y la cohesión social. Pero dónde esté el punto de equilibrio entre ambas tendencias, el medio justo, es algo que ni es objetivo ni es independiente del contexto. Por ejemplo, en una situación de conflicto, el gobierno más liberal someterá la economía a su control y prácticamente nadie hoy niega que al menos la política monetaria de control de la inflación debe estar en manos de una institución pública, si bien no dependiente del gobierno, o que algunas medidas de tipo keynesiano para la expansión de la demanda son convenientes si cae el consumo, ni que hay cosas que sólo pueden ser gestionadas como servicios públicos. En realidad hay corrientes ultraliberales que dirían no a esto, pero también las hay que lo afirmarían desde dentro de la ortodoxia liberal pues si la labor del gobierno no es intervenir en la competencia económica ni distorsionar el mercado ni la formación de los precios, sí lo es garantizar que exista el mercado y que sea estable mediante las leyes e instituciones que las apliquen. Y también lo es, por puro sentido común, suplir las carencias del mercado, especialmente cuando sea necesario para la cohesión social y para el bienestar de todos los ciudadanos.

Así que la pregunta correcta no es plantear como alternativas la libertad y la igualdad y cohesión social sino cuánta de cada una en cada situación concreta. Pues si es evidente que las leyes restringen la libertad de unos en cierta situación para garantizar la de otros en plano de igualdad, es evidente también que podrá limitarse la libertad en general si el fin es una sociedad funcional que beneficie a todos los individuos. Se trata de un problema típico de maximizar una variable que es función de otras. Quizá el problema verdadero es que no conocemos la ecuación del buen resultado social y debemos tantear aumentando la libertad individual y el intervencionismo estatal alternativamente para ver si la funcionalidad de la sociedad crece o decrece, y eso teniendo en cuenta que los efectos de nuestras acciones pueden ser diferidos. Y, si ya sólo el control de la inflación mediante los tipos de interés oficiales es tarea difícil, imaginemos algo que involucra impresiones y convicciones de mucha gente y lo indeterminado que puede ser el resultado de evaluar esa funcionalidad social.

Teniendo eso en cuenta, los conflictos que genera la sociedad industrial y que acaban por alterar su cohesión social y su funcionamiento deben ser resueltos de alguna manera. Una forma de no resolverlos pero de disimularlos es crear una ideología que vuelva a situar a los obreros en su "lugar natural" y que convierta en absurda toda rebelión o petición de cambio y no cabe duda de que algunos aficionados al llamado darwinismo social van a encontrar muy de su gusto oír que la naturaleza los ha colocado en puestos dirigentes mientras que otros deben conformarse con la subordinación mal pagada. Ahora bien, lo mismo cabe decir de la formación de los precios del trabajo por la oferta y demanda para subirlos o para bajarlos. Si los trabajadores tratan de subirlos será tan parte del juego como si los industriales tratan de bajarlos. Pero las consecuencias sobre la cohesión social sí pueden ser observadas. Y para resolver esos conflictos que amenazan acabar con la sociedad sólo puede optarse por democratizar su gestión.

Es cierto que los trabajadores siempre se quejarán de que el precio de su trabajo es bajo y los industriales de que es alto, como decíamos antes, pero o la opción es conciliar los intereses de ambas partes o cada una tratará de suprimir a la otra o de reducirla a su control. El apoyo de algunos industriales a las dictaduras conservadoras o posteriormente a los fascismos es el reflejo especular del intento marxista de eliminar el conflicto eliminando la estructura económica que da lugar a las clases sociales.

Evidentemente quien crea que una parte puede suprimir a la otra pensará que la gestión democrática es sólo un estado provisional que aplaza el verdadero conflicto, pero la cuestión teórica y práctica es la de si es posible eso sin destruir la sociedad. Más arriba veíamos que quizá los señores guerreros se dieron cuenta de que los burgueses escapaban a su control, pero si eliminaban la artesanía y el comercio reducirían en mucho su prosperidad. Queda sin embargo como cuestión abierta si las sociedades de Asia con desarrollo de la artesanía y el comercio no dieron lugar a revoluciones burguesas por el factor religioso o si el motivo es que el comercio no permitió suficiente acumulación de riqueza. Pero en Europa el aumento del número de artesanos y comerciantes y su importancia económica da lugar a que exijan su papel dentro de la administración y, posteriormente, a que rechacen el mismo concepto de soberanía del rey y traten de devolverla, idealmente, a la sociedad en su conjunto.

Del mismo modo, los industriales no pueden acabar con la fuente de su riqueza y por lo tanto no pueden suprimir a los trabajadores ni pueden retroceder en la industrialización y volver a la artesanía de gremios, entre otras cosas porque la competencia lo impediría. Sólo les resta negociar o tratar de controlarlos mediante la violencia, el engaño o una adecuada combinación de ambas pues siempre se podrá eliminar a unos y engañar a los demás que se dejen. Eso son las dictaduras conservadoras y algunos tipos de monarquías con función equivalente durante el siglo XIX.

Pero algo idéntico va a suceder con el marxismo, que se enfrenta a esos problemas. Su opción es la de suprimir las clases propietarias tanto en su función como físicamente si es preciso, con pasos intermedios donde sea conveniente en los que los industriales y comerciantes son controlados y desprovistos de control político. La teoría marxista apunta a que eso sólo es un estado transitorio mientras el socialismo se implanta y crea una industria y un comercio que no dependa de la iniciativa individual. Y mantiene en su teoría que el conflicto de la sociedad va a persistir hasta que las iniciativas individuales no sometidas al Estado sean suprimidas.

Como es evidente que se opondrán los comerciantes e industriales y todos los que se vean beneficiados por el sistema de mercado o se vean perjudicados si se lo elimina, los marxistas no van a tratar de conciliar los distintos intereses democráticamente sino que tratarán de imponer su modelo económico y social por la fuerza. La renuncia a usar la fuerza es una aceptación tácita de que el sistema debe ser ajustado o readaptado, pero no suprimido y viene directamente del concepto de que lo existente es una sociedad estructurada aunque injusta. Sin embargo, los marxistas creen que debe ser suprimido con la fuerza que sea necesaria, que no será otra cosa que una etapa dentro de la lucha de clases que persistirá hasta su final por eliminación. Eso es lo que llaman dictadura del proletariado, por más que sólo una élite puede ejercer una dictadura si se tiene a parte de la sociedad como objetivo que destruir.

Este problema pasa de las disquisiciones teóricas a la realidad social a partir de la revolución comunista en Rusia, donde Lenin y los bolcheviques dan un golpe de estado y se adueñan del poder. Su éxito es limitado a sólo algunas zonas y el país se ve sometido a una guerra civil, ganada por los comunistas. Tanto por el procedimiento golpista como por la guerra que le siguió, no parecía posible ningún otro régimen que la dictadura, pero la cuestión no está en si las consecuencias a corto plazo sólo podían ser esas sino en cuáles son las consecuencias a medio y largo plazo, si se ajustan a las previsiones de los marxistas y si eso se puede evaluar desde el punto de vista de una sociedad que funcione mejor o peor que antes de la revolución.

Pero ¿es posible eliminar la división en clases sin destruir la complejidad social y económica que sostiene a la sociedad en su conjunto? Las revoluciones liberales eliminaron las desigualdades políticas infranqueables, pero no la organización del Estado. El resultado fue unas sociedades organizadas pero donde el poder no era monopolio de una clase cerrada sino que podía ser alcanzado por cualquier, en principio. La eliminación del poder sólo sería posible donde no hubiera organización y donde cada individuo fuera idéntico en sus funciones a cualquier otro. Por lo tanto no habría diferenciación de clases, pero tampoco una organización social capaz de proporcionar mejores resultados que la suma de los individuos aislados. La democratización del poder, abierto ya para todo ciudadano, mantiene la organización pero no las barreras a la igualdad política y a la libertad individual.

Del mismo modo, la forma de destruir las diferencias de riqueza puede ser eliminar la propiedad y las desigualdades económicas, pero así es poco probable que cualquiera pueda invertir sus recursos y su vida para no alcanzar mejor resultado que si no lo hiciese. Y si se destruye la estructura económica y se reduce la prosperidad lo probable es que se reduzca el valor social de los trabajadores dado que se reduce el valor económico de un trabajo especializado y la capacidad de presionar reduciendo su aportación a la sociedad de modo que se noten los efectos.

« anterior

siguiente »

No hay comentarios: