lunes, 14 de enero de 2008

La sociedad bipolar. 23

Conocer la estructura de la sociedad y sus cambios históricos es una información que reduce nuestra incertidumbre tanto si tratamos de comprender la naturaleza de los hechos como si tratamos de conseguir determinados fines prácticos. Y, al menos en cuanto que los cambios sociales nos afectan directamente, parece conveniente y necesario conocer la naturaleza de esa estructura y esos cambios. Pero conocer algo sobre un conjunto es conocer los elementos que lo forman, su naturaleza y cómo interaccionan, es decir, en el caso de la sociedad, conocer la naturaleza social de los seres humanos.

Creo que hay poco de excepcional en todas las épocas, salvo los avances científicos y tecnológicos, y que lo que varía en la estructura social general lo hace en función de la cantidad de recursos disponibles. Pero el curso concreto de los acontecimientos y su resultado en cualquier momento no podría conocerse de forma determinista pues el resultado social del conjunto de ideas y acciones humanas no puede reducirse a una mera suma de ideas y acciones individuales aisladas sino al resultado de que cada individuo interaccione con los de su alrededor. Como decía en el artículo anterior, algunos fenómenos sociales son consecuencia de que cada persona varía sus ideas, preferencias y decisiones en función de lo que los demás manifiestan sobre lo que piensan, prefieren y deciden acerca del mismo tema. Por lo tanto, es necesario conocer no sólo los elementos constantes de la naturaleza humana sino los hechos puramente históricos acerca de lo que se pensó en cada momento, cómo se difundió y en qué circunstancias.

La ideologías totalitarias del siglo XIX y XX de que tratamos ahora deben ser explicadas de esa manera, como el resultado de unas ideas en unas determinadas circunstancias y de la manera en que las ideas cambian las circunstancias y éstas modifican la ideas. El menosprecio de la razón, de la paz y del modelo de sociedad vigente en unas circunstancias inestables de finales del siglo XVIII y del XIX parece explicar tanto la estética del Romanticismo como el ambiente ideológico que permitió germinar, crecer y fructificar a los totalitarismos, cosa que quizá en otro ambiente no habría sido posible. Pero eso es una muestra de lo que decía antes ya que son hechos y crisis concretos y no leyes deterministas los que tienen como resultado la Revolución Francesa y las guerras por toda Europa que le sucedieron. Y los cambios que todo esto produce junto con el desarrollo económico los que dan lugar a nuevas crisis, nuevas revoluciones y la desconfianza en la estabilidad o el progreso para empezar a preferir la violencia.

Los conflictos en Europa dieron lugar en algunas personas a una añoranza de un tiempo pasado en el que supuestamente no había revoluciones ni diferencias abismales entre ricos y pobres. Se idealiza la Edad Media de una forma tan falseadora como que en el Renacimiento se la calificara de bárbara, y surgen la ficción histórica con santos, caballeros y damas virtuosos frente a un presente supuestamente de decadencia moral. Pero eso tiene tan poco de reflejo de la realidad pasada como los mitos del buen salvaje o las alabanzas de los imperios chino o turco tan de moda en el periodo anterior. Cuando los ilustrados nos hablan del buen salvaje no nos hablan de ese hecho, que apenas conocen y que sobreestiman, sino de su rechazo de la civilización en la que viven, y cuando los románticos nos hablan de la religión y la caballería nos están hablando realmente de su desprecio por la sociedad irreligiosa e industrial.

De todos modos, tampoco sería posible hablar de una ideología coherente ni de excesivas coincidencias pues así como un Carlyle añora la espiritualidad y los tiempos caballerescos para rechazar el presente y valorar el papel de los héroes, Nietzsche exalta al superhombre, desprecia al presente, pero carga las culpas de la mediocridad en la religión. Creo que lo importante no está en la coincidencia en lo que afirman sino en la coincidencia en lo que rechazan. Y es en ese desprecio de la economía industrial y de la sociedad y sus crisis en donde puede crecer la idea de que por encima de la razón están el sentimiento o la voluntad, que por encima del diálogo está la estética de la fuerza y el combate, que por encima de la gente común están los seres humanos superiores en conocimiento, virtud o fuerza.

Sería absurdo negar que la ciencia ha contado con genios que han destacado sobre la media y que los grandes descubrimientos e inventos son fruto de algunos privilegiados que se adelantaron en mucho a sus contemporáneos partiendo de un mismo acervo cultural común. Y sería absurdo negar que ha habido creadores geniales en todos los campos e individuos capaces de dirigir la sociedad con una capacidad extraordinaria. Pero lo que les hizo extraordinarios a todos ellos no es una cualidad o conjunto de cualidades exclusivas de los genios sino la inteligencia, el razonamiento, la fuerza de voluntad y la constancia que en otros están menos desarrolladas o mezcladas con intereses tan mundanos como buscar el alimento diario. La virtud del genio científico no está en razonar como otros no lo hacen sino en poder hacerlo cuando los demás se distraen o se rinden ante el fracaso. La virtud del héroe no está en no temer el peligro sino en poner por encima de su temor la necesidad de cumplir un fin. La prudencia del buen político no está en alejarse de los sentimientos humanos comunes sino en aplicar plenamente esos sentimientos de amor por sus conciudadanos. Y el peligro de los héroes y sus seguidores cercanos está en que son individuos, meramente otros individuos cuyos intereses pueden ser diferentes o contrapuestos a los del pueblo que cree que va a ser salvado por ellos.

La valoración de los héroes y en general de las personas excepcionales es tanto mayor cuando mayor sea el peligro o la incertidumbre. Es la gente pobre la que más confía en la suerte y la ignorante la que más confía en los milagros. Y es la gente que se siente débil la que más cree en los héroes como si la apuesta viniese garantizada por alguna señal presente en ellos y que sea prueba definitiva de éxito. O quizá es debido a que en la situación en que se encuentra sólo puede hacer una apuesta personal pequeña y esperar que el resultado sea grande aunque parezca improbable. Sería psicológicamente comparable a que un pobre apueste el poco dinero que tiene en un juego donde cree ingenuamente que puede ganar el mayor premio ya que no puede iniciar ningún negocio ni sobrevivir con esa cantidad. Creo que los mismos mecanismos psicológicos que puedan explicar el comportamiento de un jugador arriesgado y sus apuestas absurdas pueden explicar la confianza de algunas personas en los héroes.

Pero, al menos, el héroe modelo de los periodos medievales estaba moderado por la espiritualidad y el refinamiento. Es obvio que en alguna época brutal la guerra estuvo tan presente que los jefes bárbaros brindaban en copas hechas de cráneos de enemigos para demostrar su capacidad en la batalla, pero el caballero medieval es un cristiano devoto y un amante cortés. Posee la fuerza pero la usa con medida. Y el Romanticismo comienza valorando esto pero acaba glorificando la fuerza bruta sin límites, aparentemente propios éstos de seres mediocres. Porque si se comienza valorando al ser excepcional que salva al pueblo incluso de sí mismo, se acaba concentrando toda la virtud, la fuerza y la prudencia en el héroe y toda la culpa, la cobardía y el error en el pueblo. Algunos románticos parecen haber creído tanto en el monarca virtuoso que crean de él una imagen que concentra todo el bien mientras el mal se encuentra repartido por la sociedad. Algo similar a como dirían los teólogos medievales que Dios es el Bien mientras que el ser humano se hunde por su tendencia al pecado. Y ya no es el héroe el que se sujeta al bien o la justicia sino que lo que el héroe hace es el bien y la justicia.

Posiblemente la combinación desafortunada de exaltación del héroe como salvación de la nación con la falta de reglas de una irreligiosidad creciente hace que mucha gente comience a creer en una forma de gobierno en la que el caos no es posible sólo si unos héroes defienden al mundo. Y cuando las revoluciones del siglo XX extienden la violencia y el desconcierto el papel de héroe es ofrecido instintivamente por cada vez más personas a algún individuo capaz de representarlo. Quizá el mecanismo es el mismo en todos los casos y sólo varía en los detalles: los conservadores confían en un rey cristiano, virtuoso y justo como los comunistas confían en la vanguardia consciente de la clase obrera, pero los que creen que la nación es un todo para el que la lucha de clases de los marxistas es un grave daño y confían de forma ciega en la fuerza del héroe se manifiestan como fascistas. Sólo la creencia de que nadie es superior a nadie propia de gente moderadamente satisfecha de sí misma, de sus logros y de su capacidad para gobernar los asuntos públicos siguió siendo la base de la democracia y el liberalismo contra los totalitarismos. Pero los fascistas no creen en sí mismos como individuos y no creen en los que son como ellos. No creen obviamente en los que ven como sus enemigos y han dejado de creer en unos reyes virtuosos y justos por débiles, de modo que depositan toda su confianza en unos nuevos jefes fuertes que hagan lo que nadie salvo ellos puede hacer. En cierto modo es el mismo fenómeno de la élite intermedia que se cree expropiada injustamente de su poder para gobernar y que desea eliminar a los gobernantes presentes para hacerlo ella. Los marxistas, intelectuales que jamás fueron obreros, serían otra élite con conciencia de ser capaces de crear y dirigir un nuevo orden social con sus lazos con los obreros industriales que creerían ciegamente en ellos.

Podíamos decir en descargo de quienes apoyaron al fascismo o al nazismo en sus principios que, una vez que los jefes indiscutibles consiguieron el poder absoluto de unas gentes atemorizadas o deseosas de una victoria a cualquier precio sobre la amenaza revolucionaria, tales jefes hicieron uso absoluto de ese poder y ya nada se sometió a elecciones ni referendos públicos sino que la maquinaria totalitaria del Estado fascista acabó con toda posibilidad de réplica. El antisemitismo de los nazis y su violencia ilimitada ya estaba en su teoría y en su práctica desde los inicios, pero es muy dudoso que nadie pudiera imaginar que votar a Hitler en unas elecciones fuera equivalente a crear los campos de exterminio. Al fin y al cabo, los socialdemócratas y comunistas no desaparecieron de Alemania ni fueron presumiblemente convertidos en nazis convencidos pero, una vez Hitler en el poder, su relevancia y con más motivo la de cualquier otro alemán en el curso de la historia fue casi nula con excepción de algún espía o algún militar descontento. (1)

Pero esa dinámica de concentración del poder y la capacidad de decisión en un jefe indiscutible fue la raíz de la derrota del fascismo. Hitler y los nazis infravaloraron la capacidad del ejército y de las industrias de la URSS para resistir su ataque y la fuerza conjunta de los EE UU junto a los ingleses por la otra parte. No es posible, tampoco en este tema, juzgar como inevitable la derrota de los fascismos pues algún suceso excepcional como un desarrollo temprano de bombas atómicas y misiles por parte de la industria alemana podría haber cambiado algo la historia. Pero aún con eso sería dudoso ya que unas pocas bombas sobre ciudades no podrían haber contrapesado la superioridad del Ejército Rojo en tanques, aviones o artillería y el poder militar y económico de los EE UU. Tengamos en cuenta que los gases venenosos ya eran conocidos y habían sido usados en la Primera Guerra Mundial y no se usaron como arma masiva en Europa. Probablemente los ejércitos de los EE UU o de Inglaterra cometieron errores, pero la capacidad de crítica de sus sociedades estaba en activo y era capaz de corregirlos, y en cualquier caso un Roosevelt o un Churchill no llevaron su liderazgo a tal punto -ni podían hacerlo- que sus militares sólo pudieran seguir sus ocurrencias. En cambio, las órdenes del Führer eran indiscutibles y las derrotas se traducían en cambio de generales pero no de ocurrencias de Hitler.

Una parte de las sociedades europeas creyó que su vida, su libertad o su posición estaban en peligro por las revoluciones comunistas y optó por la irracionalidad y la violencia. Ante la posibilidad de perder su modo de existencia renunció a la libertad y rompió el pacto de cohesión social que hacía a todos ciudadanos, o lo consideró roto por esas revoluciones. No luchó a favor de la racionalidad ni en contra del totalitarismo y la violencia sino que construyó otro totalitarismo violento, enemigo de quien no fuese un partidario fiel, y se lanzó a combatir a todo lo que no fuese su misma imagen. La derrota era de esperar.

Y si la derrota de los fascistas fue esperable al tomar como enemigo y tratar de combatir al resto del mundo, la situación tras la guerra también lo fue. Podemos recordar que los comunistas gobernaron Rusia tras una guerra civil en la que varias potencias europeas enviaron tropas en ayuda de los llamados blancos antibolcheviques. Y podríamos tener en cuenta también que Stalin había pactado con la Alemania nazi para quedar con las manos libres en su país, y que agredió a Polonia, a Finlandia y a los países bálticos. Y una vez sus ejércitos controlaron media Europa y con los comunistas chinos victoriosos en su propia guerra civil no era de esperar sino que, en una especie de parodia de Clausewitz, la política fuera la continuación de la guerra por otros medios.


Nota 1:
Was the Social Democracy the only party that collapsed without offering any resistance at the decisive moment in the early months of 1933? Did not the Communists, the pristine-pure revolutionists, free of any vestige of “reformism,” present the same picture? And what about the Centrists at the other extreme? For years they had fought against Bismarck, the Iron Chancellor, until they had forced him to capitulate. Today they bow before Hitler without the slightest sign of active opposition. Nor should we forget the German Nationalists, so militant and warlike, who controlled the army and the powerful Stalhelm, the war veterans’ organization. They too permitted themselves to be hurled into oblivion without any attempt of serious resistance.

When seen from this broad, objective angle, the problem of the German Social Democracy becomes the problem of the German people. All its component classes and elements have for the moment lost the capacity for resistance against its oppressors. As regards the Hitlerites themselves, on the other hand, we can say what Tacitus said of the aristocrats of the Roman Empire: ruere in servitium. They rushed gladly into slavery. They demanded to become slaves of the “Leader.”

Are we to conclude, therefore, that all elements of the German people have lost the capacity to assert their right to freedom? Are all Germans so cowardly, so unwilling to make sacrifices for a common cause? And yet, it was the same German people who in the war had asserted themselves with immense heroism against overwhelming odds! Whence, then, the seeming fear and cowardice of all classes and parties in Germany?

Such a general development cannot be attributed to the false tactics of any single party or to the mistakes of individual leaders. On the contrary, the conduct of individual leaders is determined largely by the sentiments of the people as a whole. It would be erroneous, however, to regard the sentiments of the moment as reflecting the natural make-up and character of the people. They are merely the consequence of the special circumstances which have brought about this profound degradation of the entire nation.

The prelude to this degradation was the war and the particular part played therein by the German people. The exhaustion into which the German people fell as a result of the war and post-war developments supplied the soil for counter-revolution.


Karl Kautsky. Hitlerism and Social Democracy. I. The Collapse of the German Labor Movement (Subir)



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