domingo, 16 de septiembre de 2007

El terrorismo y nosotros

El estado habitual del mundo es el conflicto de ideas, de intereses o de voluntades. No ha habido periodo de la historia en que no haya sido así y lo novedoso del nuestro es que somos capaces de entender que cualquier conflicto puede gestionarse de manera constructiva y no violenta.

Es evidente que también puede gestionarse de manera violenta y destructiva pues ésa ha sido la vía a lo largo de milenios, pero al agrandarse las fuerzas en conflicto con el progreso social, científico y económico, las consecuencias nefastas son tan grandes que no podemos permitirnos sufrirlas.

La historia nos muestra que las matanzas en las guerras antiguas eran enormes pues muchas veces un ejército derrotado era masacrado durante su huida y el respeto por la vida humana era muy débil. Sin embargo la destrucción que las armas actuales pueden ocasionar sobrepasa la posible en cualesquiera otros momentos históricos. Aparte de que el saqueo y la violencia caprichosa eran la norma general, los guerreros podían acabar con miles de soldados en una batalla pero no era ni factible ni práctico que acabaran con la población campesina (probablemente siempre más de un 80% del total en un área determinada por el comercio interno), y menos de un modo sistemático.

Se pueden ver masacres de la población de ciudades, que eran centros de poder y de resistencia de los invadidos frente a los invasores, pero dudo de que ningún jefe guerrero se dedicara a asolar pueblo por pueblo, aldea por aldea, lo que era la mayoría de las extensiones de un país y la mayoría de su población, y lo que debía ser la base económica de una posterior dominación. Ni siquiera estaría a su alcance exterminar a la población de una tierra enemiga. Hoy, sin embargo, no sería la voluntad de un monstruo sino la necesidad que impone la estructura social moderna la que llevaría a que una guerra masiva acabase en instantes con millones de personas que habitan áreas urbanas e industriales o a que otros millones más no pudieran sobrevivir a la destrucción.

Ese equilibrio del terror, como fue llamado durante la guerra fría, pudo ser el agente de paz que evitó los conflictos en mayor medida que todas las voluntades conciliadoras capaces de ponerse en juego. La URSS y los EEUU sabían que cualquier ataque atómico sería respondido con otro ataque atómico y que nadie estaría en condiciones de desfilar en un día de la victoria. Como dijo Einstein, no sabemos cómo podría ser la Tercera Guerra Mundial, pero la cuarta sólo sería a garrotazos.

Sin embargo, los conflictos violentos no han terminado por muchos motivos. El primero, aunque quizá no el más importante, es que nunca faltarán partidarios ideológicos de la violencia, pero el segundo, a mi juicio el decisivo, es que son posibles las guerras limitadas o los ataques localizados sin que la amenaza de una destrucción universal pueda disuadir a unos dirigentes fanáticos ni al entorno más prágmático que los sostiene. La Guerra Mundial no parece posible, pero sí la multiplicación de pequeños conflictos, cuyo alcance individual y total puede ser enorme.

Se habla así de la guerra del terrorismo contra nuestros países o sistemas o civilización, o de la guerra contra el terrorismo que debemos conducir contra esos que nos atacan. Otros, por motivos morales, jurídicos o por simple prurito purista, se niegan a utilizar la palabra guerra. En cualquier caso, los conflictos destructivos que se habían convertido en imposibles por el uso de armas atómicas por parte de Estados organizados, son posibles nuevamente en forma de terrorismo o de guerra irregular dirigida, impulsada o fomentada por partes no estatales o aparentemente no estatales.

4 comentarios:

El Cerrajero dijo...

La clave de todo eso está en que las armas cambian pero el ser humano no.

Anónimo dijo...

Efectivamente, no resulta en absoluto absurda la idea de que la carrera armamentística fuera precisamente lo que nos salvó de un conflicto aún más brutal de lo que ya lo fueron las dos guerras mundiales. Ironías de la Historia. O no, porque en realidad tiene todo el sentido (por paradójico que pueda parecer) del mundo.

Por otra parte, la guerra irregular tampoco es nueva. Hoy son células terroristas, antes eran guerrillas. En cualquiera de sus formas, tiene la enorme ventaja de ser capaz de desconcertar al enemigo gracias a su alejamiento de las técnicas, tácticas y estrategias "convencionales", por así decirlo. Esta ventaja --está más que comprobado-- no debe subestimarse, sobre todo porque tiene un efecto psicológico y una capacidad de desgaste temibles.

En cuanto a la posibilidad de resolución pacífica de conflictos, esto exige varias cosas. Para empezar, la voluntad de ambas partes, o de todas si son más de dos (supuesto que imagino que habrá de convertirse en tendencia generalizada a medida que aumenta la globalización o mundialización política, económica y cultural). Pero no sólo se trata de eso: hace falta también (para que el diálogo pueda dar algún fruto) un acuerdo de mínimos, cosa que no siempre existe. Al final, volvemos a la eterna pregunta: ¿todo es negociable?

Sursum corda! dijo...

Para el cerrajero:

Exacto. El ser humano es el mismo y sólo ha cambiado su cultura, pasando de palos y piedras a misiles de largo alcance. Pero parece que miles de años de aprendizaje conservado en la cultura y los libros deberían enseñar a más gente que hay soluciones pacíficas.

En lo que no me engaño es en que hay que ser fuerte para evitar que los que no son partidarios de la paz nos ataquen por ser débiles y el caso del terrorismo es que nos atacan precisamente donde somos débiles; en nuestra división social. El terrorismo busca crear un estado de desorden tal que no seamos capaces de responder con orden y fuerza a sus ataques, hasta que nos derrumbemos.

Sursum corda! dijo...

Para irene:

Lo difícil en el caso del terrorismo es saber contra quién debes combatir.

Los ataques contra las torres gemelas de Nueva York o contra los trenes de Madrid son graves, evidentemente, y requirireron de preparación y financiación, pero nada comparable a lo que sucede en una guerra convencional. Por ejemplo, el ataque japonés contra Pearl Harbour, desplazando portaaviones y barcos de escolta o el ataque de la Alemania nazi contra la URSS. Así que la capacidad de los terroristas para hacer daño es ridícula en comparación con la de un Estado.

Sin embargo, la capacidad de respuesta del Estado atacado se queda limitada porque ¿a quién devuelves el ataque?

El presidente Roosevelt ordenó, poco después del ataque japonés, un ataque con bombarderos sobre Japón de manera que demostró al pueblo americano y a los japoneses que había una respuesta y que se podían causar daños a los atacantes. Pero sólo se pudo hacer algo similar contra Al-Qaida en la medida en que los talibanes controlaban Afganistán y servían de cobertura a la organización terrorista. Pero hoy no existe un estado ni un lugar o colectivo definidos contra los que responder por los ataques de Al-Qaida.

Eso lleva al desánimo a los ciudadanos porque ven que pueden recibir ataques pero no devolverlos. Y, en su desesperación, pueden revolverse unos contra otros culpándose mutuamente de lo sucedido. Tengo la impresión de que, en situaciones así, el instinto primario es reaccionar y si no se tiene un enemigo definido se busca uno cercano sobre el que descargar iras y culpas.

Algo similar en el caso de ETA. La trampa a la que ETA trató de llevarnos durante decenios a los españoles y a nuestras instituciones consistía en esa dicotomía de o no poder responder contra nadie o desencadenar una respuesta indiferenciada contra todos los vascos, todos los nacionalistas vascos o incluso toda la gente que vota o apoya a los partidos proterroristas.

En el primer caso, el de la falta de respuesta, se genera un estado de desánimo, de desmoralización, que lleva a mucha gente a pedir que se negocie lo que sea, que se haga lo que sea, pero que acabe el terrorismo. Es lo que ha llevado a muchos españoles a apoyar el Plan Zapatero u otros similares anteriores.

En el segundo, el de la respuesta indiscriminada, lo que ETA ha buscado es crear unión entre todos los que podian ser víctimas de la respuesta del Estado y publicitar esa imagen de un "pueblo vasco" atacado por el Estado, con el apoyo y simpatías internacionales que se podrían prever, así como las simpatías de la parte de la población española que se enfrentara a su gobierno. De hecho, la parte más irresponsable y aventurera de la izquierda española vio con ojos tiernos la actividad de ETA como "lucha antifranquista" durante mucho tiempo y desactivó muchas de las respuestas que siempre han sido posibles.

El daño que los terroristas hacen no es, por lo tanto, material: no son capaces de destruir las infraestructuras civiles o militares ni disminuir así la capacidad de respuesta de un Estado. El daño es moral, es decir, afecta a la voluntad social para enfrentarse colectivamente a la amenaza.

No se puede desdeñar tampoco la posibilidad de ataques que si supongan un daño humano y material importante. Por ejemplo, los que podrían realizar con armas químicas o de material radiactivo de desecho, matando mucha gente en el ataque pero dejando, sobre todo, contaminadas áreas extensas que afectarían moral y económicamente a la estabilidad de los Estados.

La situación subsiguiente tampoco iba a ser estática. Los Estados y la población de nuestras naciones tampoco podrían permanecer pasivamente frente a estas nuevas formas de terrorismo sino que se verían forzadas a adecuar las respuestas a un nuevo entorno.

Con respecto a tu último punto, lo cierto es que nunca todo es negociable y precisamente por eso planteamos ciertos mínimos como nuestros derechos, como aquello a lo que en ninguna circunstancia vamos a ceder salvo si nos vemos forzados por una violencia extrema. El juicio moral objetivo que menciono en mi siguiente entrada del blog es que, precisamente, nuestras sociedades no están dispuestas a atacar a nadie en lo que creemos derechos universales: su vida, sus derechos civiles, su bienestar incluso. Sin embargo las organizaciones terroristas no parten de esos supuestos civilizados y humanitarios sino que atacan directamente nuestra vida y derechos con la seguridad de que no vamos a atacarles en los mismos términos. En eso consiste la asimetría.

Sería absurdo e impensable que los madrileños pidieran la voladura del aparcamiento del aeropuerto de Sondica o la de varios trenes del Metro de Bilbao como "respuesta militar" o la de una central de autobuses de Pakistán o de Iraq. Y como eso es así, los terroristas tratan de convertir a los Estados en gigantes incapaces de matar a manotazos a pequeñas avispas que los acosan con picaduras incesantes.

La respuesta de los Estados debe ser modulada y debe implicar NUESTRO modelo de sociedad, es decir, NUESTRO respeto a los derechos humanos y a las leyes, pero aprovechando los recursos que tenemos para detectar las estructuras terroristas y destruirlas. Pero NUNCA se debe entrar en un diálogo que equipare al Estado con los terroristas pues el resultado es similar al del ataque indiscriminado. Si una forma de "terrorismo de Estado" equipara en violencia a las instituciones democráticas y a los terroristas deslegitimando a las primeras, una negociación del tipo Plan Zapatero, equipara el estatus jurídico de "negociadores" del Estado con el de los terroristas, legitimando a estos últimos.